martes, 28 de octubre de 2025

Una respuesta a Zenón Depaz: entre el Uku Pacha y la encarnación

 

Una respuesta a Zenón Depaz: entre el Uku Pacha y la encarnación 

I. Introducción: el debate sobre lo sagrado

La discusión sobre lo sagrado en el pensamiento contemporáneo ha adquirido una intensidad renovada, especialmente en el contexto de los diálogos interculturales y las relecturas filosóficas de las cosmovisiones ancestrales. En este ensayo, se responde a las objeciones planteadas por Zenón Depaz, quien defiende una ontología de lo sagrado centrada en la inmanencia, inspirada en el animismo andino y en la noción de Uku Pacha como matriz genésica del cosmos. Su propuesta, aunque poética y simbólicamente rica, incurre en una clausura ontológica que este texto busca problematizar desde una perspectiva filosófica, teológica e histórica.

II. La ontología de Zenón: potencia sin alteridad

Zenón sostiene que lo sagrado no necesita trascender desde una Otredad absoluta, sino que se manifiesta desde la más honda mismidad del cosmos, desde su interior genésico, desde la potencia seminal que habita el orden natural. Esta visión, que encuentra resonancia en el pensamiento andino, propone que todo orden es precario y que lo sagrado exige cuidado, no dominación. En ese marco, la libertad no se concibe como “salvación” ni como “libertad de”, sino como “libertad para”: acción creativa, consciente de su límite, cuidadosa de no incurrir en la hybris griega, en la desmesura que rompe el equilibrio del mundo.

Sin embargo, esta ontología —cuando se absolutiza— termina incurriendo en un reduccionismo insostenible. Porque al encerrar lo sagrado en la pura inmanencia, se lo priva de su dimensión convocante, de su capacidad de interpelar, de redimir, de trascender. Lo sagrado, si ha de ser tal, no puede agotarse en lo que brota: debe también descender, irrumpir, llamar. La mismidad del cosmos, por fecunda que sea, no puede sustituir la alteridad del misterio. Y esa alteridad no es negación de lo ancestral, sino su plenitud.

III. El riesgo del panteísmo: univocidad y clausura

No hace falta tener el ojo demasiado agudo para advertir que esta clausura ontológica conduce directamente al panteísmo, es decir, a una interpretación unívoca del ser donde lo divino se confunde con el todo, y el todo se absolutiza como lo divino. Pero esa posición, aunque seductora en su armonía aparente, no se sostiene ni en la teoría ni en la realidad. Desde el punto de vista filosófico, la univocidad del ser anula la posibilidad de trascendencia, de comunión, de respuesta. Si todo es igualmente sagrado, entonces nada lo es en sentido pleno. Lo sagrado se vuelve paisaje: bello, pero mudo.

Desde el punto de vista histórico y empírico, esa reducción tampoco se condice con la experiencia humana. Para sostenerla sería necesario negar la encarnación y la resurrección de Cristo —acontecimientos que han resistido siglos de crítica racional, filosófica y teológica sin ser desmontados—, así como la evidencia sobrenatural que se manifiesta en la vida de los místicos, los santos, los milagros, los exorcismos. Fenómenos que la ciencia no ha podido explicar ni refutar con suficiencia. No se trata de apelar a lo inexplicable como argumento, sino de reconocer que lo sagrado trasciende la lógica reductiva de lo meramente cósmico. Lo divino no se agota en la potencia genésica del mundo: irrumpe, transforma, llama, redime.

IV. La teología postconciliar: encarnación sin clausura

Además, la teología contemporánea —especialmente la que emerge del impulso postconciliar— ha transitado precisamente por el camino que Zenón reivindica, pero sin caer en el reduccionismo de clausurar lo sagrado en la inmanencia. Pensadores como Teilhard de Chardin, Maritain, de Lubac, Congar, Chenu, Schillebeeckx, von Balthasar, Rahner, Gustavo Gutiérrez y Küng han desarrollado una teología de la encarnación que no niega lo terrenal, lo histórico, lo social, sino que lo asume como lugar teológico. Pero lo hacen sin disolver la trascendencia. No absolutizan la inmanencia, sino que la abren al misterio.

En esta visión, lo sagrado no es solo potencia genésica, sino también don, llamado, comunión. La encarnación no es símbolo mítico ni energía cósmica: es irrupción histórica, presencia real, acto de amor que redime. Y esa redención no puede ser pensada desde una ontología que clausura lo divino en el cosmos, porque lo divino, en su verdad más honda, no solo brota: desciende, interpela, transforma.

V. Nietzsche como contraste: el colapso del sentido

Frente a esta ontología del vínculo, el pensamiento de Nietzsche representa el momento en que incluso la inmanencia se descompone. Nietzsche no afirma el cosmos como plenitud, sino como vértigo. No celebra la vida como potencia, sino que la estiliza en su descomposición. El eterno retorno, la voluntad de poder, el superhombre: todos ellos son máscaras que se deshacen en el mismo vacío que intentan ocultar. No hay afirmación posible, porque toda afirmación se autodevora. No hay devenir, porque el flujo mismo es ilusión. No hay nada, porque incluso la nada se vuelve figura.

Zenón ha objetado que esta crítica a Nietzsche se sostiene en una idea platónico-cristiana de que la ilusión es negativa, porque presupone la existencia de una Verdad. Pero en Nietzsche —dice Zenón— la ilusión es poiética, creativa, afirmativa. Es el modo como discurre y se afirma la vida.

Sin embargo, esta defensa no alcanza a desmontar el núcleo corrosivo que se ha señalado. Porque si toda afirmación se autodevora, entonces incluso la ilusión como afirmación se vuelve figura que se disuelve. No hay poiésis sin forma, y Nietzsche lleva la forma hasta su punto de implosión. Lo que queda no es creación, sino estilo. No es afirmación, sino mueca. No es vida, sino su simulacro.

Zenón quiere rescatar a Nietzsche como pensador de la vida que se afirma en la ilusión. Pero Nietzsche no afirma la vida: la estiliza en su descomposición. No hay afirmación posible, porque toda afirmación se sabe ficción. Y en ese saber, se deshace. Nietzsche no celebra la ilusión: la lleva hasta el punto donde incluso la ilusión se vuelve insostenible.

Por eso, responder a Zenón exige no discutir si la ilusión es creativa o no, sino mostrar que en Nietzsche, incluso lo creativo se vuelve gesto sin fondo. No hay poiésis sin forma, y Nietzsche descompone toda forma. No hay afirmación sin sujeto, y Nietzsche disuelve al sujeto. No hay vida sin sentido, y Nietzsche consume el sentido. Lo que queda no es afirmación de la ilusión, sino vértigo ante su imposibilidad.

Los exégetas de Nietzsche —Jaspers, Heidegger, Deleuze, Foucault, Derrida, Bataille, Klossowski, Kauffman, Safranski, Kofman, Vattimo, Luc Ferri, Reginster, Volpi, Losurdo— han interpretado, sistematizado, reordenado, pero no han descendido hasta el núcleo corrosivo de su lógica. Han preferido el Nietzsche útil, brillante, citable. Pero han evitado el Nietzsche terminal, el que no deja nada en pie, ni siquiera a sí mismo.

Jaspers lo convierte en figura existencial, en símbolo del límite humano. Heidegger lo reabsorbe en la historia del ser. Deleuze lo estiliza como afirmación del devenir. Foucault lo instrumentaliza como genealogista del poder. Derrida lo textualiza como diseminación. Klossowski lo estetiza como cuerpo y simulacro. Bataille lo convierte en rito. Kaufmann lo moraliza. Vattimo lo convierte en programa. Safranski lo narra. Losurdo lo combate. Todos ellos, con matices y elegancia, han retrocedido ante el desafío de extraer las conclusiones últimas: que no hay afirmación posible, que toda interpretación se autodevora, que incluso la nada es figura.

En Nietzsche, la interpretación no es apertura, ni método, ni herramienta: es vértigo sin fondo. Por eso su pensamiento no solo colapsa como sistema, sino que arrastra consigo la posibilidad misma de interpretar. No hay afuera del juego, porque el juego es todo. Y todo es ilusión. Incluso la nada, en su lógica, se vuelve figura.

Frente a sus exégetas que lo han domesticado, estetizado, instrumentalizado o moralizado, este ensayo extrae las conclusiones últimas que todos ellos han evitado. Se rechaza el Nietzsche útil, brillante, citable, y se revela al Nietzsche terminal, al que no deja nada en pie, ni siquiera a sí mismo.

VI. Una metafísica del vínculo: jerarquía sin verticalismo

Lo que este ensayo propone no es una metafísica que niegue la inmanencia, ni una teología que exilie lo ancestral. Al contrario: se reconoce en el Uku Pacha una intuición profunda de lo sagrado como potencia genésica, como matriz fecunda, como interioridad que vibra. Pero esa intuición, si quiere ser plena, debe abrirse al misterio que la convoca, al rostro que la llama, al don que la transfigura.

La metafísica del vínculo que aquí se articula no borra la jerarquía ontológica entre lo trascendente y lo inmanente. La respeta, la afirma, la habita. Porque lo trascendente no es negación de lo inmanente, sino su plenitud. Y lo inmanente no es autosuficiencia, sino apertura. Lo divino no se confunde con el cosmos, pero tampoco lo abandona. Lo habita sin agotarse en él. Lo convoca sin violentarlo. Lo redime sin destruirlo.

Esta jerarquía no es dominio, ni imposición, ni verticalismo metafísico. Es la estructura misma del misterio: lo que llama desde más allá, pero se dona desde más acá. Lo que trasciende sin exiliarse. Lo que se encarna sin confundirse. Lo que salva sin absorber. Lo que convoca sin clausurar.

Por eso, la encarnación no es solo un acontecimiento teológico: es el gesto ontológico que revela la estructura del vínculo. En Cristo, lo trascendente se hace inmanente sin perder su alteridad. Y en ese gesto, lo humano no se disuelve en lo divino, sino que se eleva en comunión. La historia no se borra: se transfigura. La tierra no se niega: se santifica.

Zenón, al absolutizar lo ancestral, corre el riesgo de clausurar esta dinámica. Su ontología del Uku Pacha, aunque rica en simbolismo, termina por encerrar lo sagrado en la mismidad del cosmos. Pero lo sagrado, si ha de ser tal, no puede ser clausura: debe ser apertura. No puede ser solo matriz: debe ser también llamado. No puede ser solo potencia: debe ser también presencia.

La metafísica del vínculo que aquí se defiende no niega lo ancestral, pero tampoco lo absolutiza. Lo integra en una visión más amplia, donde lo sagrado no se agota en la tierra, sino que se abre al cielo. Donde la libertad no es solo creación, sino también respuesta. Donde el amor no es solo energía, sino rostro. Donde lo divino no es solo germinación, sino comunión.

VII. Conclusión: lo sagrado como comunión

Esta es la propuesta: una ontología que respete la jerarquía entre lo trascendente y lo inmanente, no para imponerla, sino para habitarla. Una metafísica que no clausure el misterio en el cosmos, ni lo exilie en la trascendencia, sino que lo reconozca en el vínculo. Porque el vértigo de lo sagrado no se resuelve en la armonía cósmica, ni en el colapso nihilista, sino en la comunión que llama, que dona, que redime.

Y esa comunión no es evasión del mundo: es encarnación en él. No es negación de lo ancestral: es su plenitud. No es abolición de la historia: es su transfiguración. Lo sagrado, entonces, no se encierra: se ofrece. No se impone: se revela.

NIETZSCHE Y EL COLAPSO DE LA INTERPRETACIÓN

 


NIETZSCHE Y EL COLAPSO DE LA INTERPRETACIÓN

Introducción

El pensamiento de Nietzsche no es una salida del nihilismo: es su forma más refinada. No es una superación, sino una consumación. No es una afirmación vital, sino una disolución lúcida. Este ensayo no busca interpretar a Nietzsche, ni celebrarlo, ni condenarlo. Busca llevar su lógica hasta el final, hasta el punto donde incluso sus gestos afirmativos —la voluntad de poder, el eterno retorno, el superhombre— se revelan como ficciones que se autodevoran, máscaras que se disuelven en el vacío que ellas mismas generan.

Nietzsche no escapa al colapso que diagnostica: lo encarna. Su pensamiento no construye, no redime, no salva. Arde. Y en esa combustión, se convierte en el cuerpo enfermo de una civilización que ha entrado en su curva de muerte. Su escepticismo radical no es lucidez filosófica: es síntoma terminal. Es el reflejo de una cultura que ya no cree en sus verdades, ni en sus ficciones, ni en su propia capacidad de sostener el juego del sentido.

Este ensayo no se detendrá en la superficie, como lo hace el libro de Russo Delgado, por ejemplo, que se limita a recorrer los bordes del pensamiento nietzscheano sin horadar su núcleo. Aquí se desciende hasta el corazón mismo de sus presupuestos, y se los lleva hasta su colapso final. Porque si todo es interpretación, y toda interpretación es ilusión, entonces no hay afirmación posible, ni siquiera estética. No hay devenir, porque el flujo mismo es ilusión. No hay nada, porque incluso la nada se vuelve figura.

Lo que queda es el gesto vacío. El estilo sin fondo. La farsa sin autor. Nietzsche, el ilusionista, deviene en payaso sin propósito. No por error, sino por fidelidad extrema a su propia lógica. Y ese gesto —ese último gesto— es el que este ensayo se propone desentrañar con precisión, sin consuelo, sin redención, sin esperanza.

Parte I: El ilusionista en el corazón de la decadencia

Nietzsche no es un pensador sistemático, ni un filósofo en el sentido clásico. Es un estallido. Un síntoma. Una fiebre que recorre el cuerpo enfermo de una civilización que ha comenzado a descomponerse desde adentro. Su obra no construye: dinamita. No ordena: descompone. No redime: expone. Y en esa exposición, Nietzsche se convierte en el espejo deformante de Europa, en el bufón lúcido de una cultura que ha perdido toda fe en sus fundamentos.

Durante más de un siglo, se lo ha leído como el gran transvalorador de todos los valores, el profeta del superhombre, el esteta del devenir. Se lo ha celebrado como el destructor de ídolos, el poeta de la voluntad, el arquitecto de una nueva afirmación vital. Pero todo eso —como este ensayo se propone demostrar— no es más que una ilusión más dentro del juego que Nietzsche mismo desata. Un juego que, llevado hasta sus últimas consecuencias, devora incluso sus propias reglas, sus propias ficciones, sus propios gestos afirmativos.

Nietzsche no escapa al colapso que diagnostica. Lo encarna. Lo intensifica. Lo convierte en estilo. Su pensamiento no es una salida del nihilismo, sino su forma más refinada. No hay redención en su obra, ni siquiera estética. Lo que hay es un juego lógico que se autodevora, una danza sobre el abismo, una tragicomedia sin autor.

El libro de Russo, que pretende horadar el núcleo de Nietzsche, se queda en la superficie. Se detiene en los gestos, en las máscaras, en las frases incendiarias, pero no se atreve a seguir la lógica hasta el final. No ve —o no quiere ver— que el eterno retorno, la voluntad de poder, el superhombre, no son afirmaciones ontológicas, sino ficciones que se disuelven en su propia imposibilidad de sostenerse. No hay afirmación posible en Nietzsche que no se autodestruya. No hay concepto que no se pliegue sobre sí mismo. No hay interpretación que no se revele como ilusión.

Este ensayo no busca interpretar a Nietzsche. Busca llevar su lógica hasta el colapso absoluto. Mostrar que su pensamiento, lejos de ser una salida del nihilismo, es su consumación más radical. Que no hay potencia creadora, porque toda creación se devora en su propia ilusión. Que no hay devenir, porque el flujo mismo es ilusión. Que no hay nada, porque incluso la nada se vuelve figura, máscara, espejismo.

Nietzsche, el ilusionista, deviene en payaso sin propósito. No por error, sino por fidelidad extrema a su propia lógica. Y ese gesto —ese último gesto— es el que este ensayo se propone desentrañar.

Parte II: El juego del sentido y la ilusión del devenir

Nietzsche desmantela la verdad, pero no la reemplaza por el error: la reemplaza por el juego. Un juego sin reglas fijas, sin árbitro, sin finalidad. Un juego donde todo sentido es interpretación, y toda interpretación es ficción. En este escenario, la verdad no muere: se disuelve, se multiplica, se parodia. Y el pensamiento ya no busca afirmarse, sino danzar.

Este es el núcleo de la lógica nietzscheana: todo se convierte en juego del sentido. No hay hechos, solo interpretaciones. No hay esencia, solo máscaras. No hay sujeto, solo gestos. La vida no se afirma como verdad, sino como estilo. El pensamiento no se sostiene en fundamentos, sino en figuras que se rehacen y se deshacen sin cesar.

Pero este juego, llevado hasta el extremo, devora incluso su propia posibilidad de sostenerse. Porque si toda interpretación es ilusión, entonces el juego mismo es ilusión. Y si no hay fondo, ni forma, ni garantía, entonces el devenir —ese flujo que Nietzsche opone al ser— también se disuelve. El devenir no deviene nada. Es solo una figura más dentro del juego. Una ilusión que se interpreta a sí misma, sin remitir a nada.

Aquí se revela el colapso: no hay afirmación posible, ni siquiera estética. La voluntad de poder, el eterno retorno, el superhombre… no son conceptos ontológicos, ni principios vitales. Son ficciones que se autodevoran. Gestos que se repiten sin sostén. Máscaras que se disuelven en el vacío que ellas mismas generan.

Nietzsche quiso transformar el nihilismo en potencia creadora. Pero si toda creación es ilusión, y toda ilusión se reconoce como tal, entonces no hay potencia, ni creación, ni afirmación. Solo queda el juego. Y ese juego, en su forma más radical, no afirma nada, no niega nada, no sostiene nada. Es el pensamiento como vértigo. Como danza sin suelo. Como estilo sin fondo.

En este punto, incluso la nada —como ausencia, como vacío, como colapso— se vuelve ilusión. No hay abismo, porque el abismo es ya una figura. No hay silencio, porque el silencio es ya una forma. No hay mística, porque la mística es ya una interpretación. La nada no es el fin del juego, sino su última jugada.

Nietzsche, el ilusionista, deviene en payaso sin propósito. No por error, sino por fidelidad extrema a su propia lógica. Y ese gesto —ese último gesto— es el que revela el colapso absoluto de la interpretación.

Parte III: La ilusión de la nada y el diagnóstico civilizatorio

Cuando todo se ha disuelto —la verdad, el ser, el devenir, la voluntad, incluso la ilusión misma— lo que queda es la nada. Pero no una nada ontológica, ni metafísica, ni mística. Una nada que se devora a sí misma, que no puede sostenerse ni siquiera como ausencia. Una nada que, al ser nombrada, ya es forma. Y toda forma, en la lógica nietzscheana llevada al extremo, es ilusión.

Nietzsche no ofrece una salida del nihilismo. Lo consuma. Lo intensifica. Lo convierte en estilo. Su pensamiento no redime: expone la imposibilidad de toda redención. Y en esa exposición, revela el estado patológico de una civilización que ha perdido toda fe en sí misma. El escepticismo radical que Nietzsche encarna no es una lucidez filosófica: es el síntoma terminal de una cultura que ya no cree en sus propios fundamentos.

La civilización occidental, en el momento en que Nietzsche irrumpe, ya ha comenzado su curva de muerte. La verdad ha sido desmantelada por la ciencia, la moral por la historia, el sujeto por la psicología, el arte por la repetición. Lo que queda es una tragicomedia sin autor, un espectáculo sin guion, una danza de máscaras que ya no saben por qué bailan.

Nietzsche, en este escenario, no es el redentor. Es el enfermo lúcido, el cuerpo febril que grita desde el centro del colapso. Su pensamiento no cura: diagnostica. No ordena: descompone. No afirma: desenmascara. Y en ese gesto, se convierte en el espejo deformante de una cultura que se ha vuelto infatuada con su propia disolución.

El eterno retorno, la voluntad de poder, el superhombre… no son respuestas. Son figuras dentro del juego, ficciones que se repiten sin sostén, gestos que se autodevoran. No hay afirmación posible, porque toda afirmación se disuelve. No hay creación posible, porque toda creación es ilusión. No hay devenir posible, porque el flujo mismo es una máscara más.

Este es el diagnóstico: una civilización que ha perdido toda consistencia simbólica, que ya no puede sostener ni siquiera sus propias ilusiones. El pensamiento se convierte en mueca, el arte en parodia, la política en espectáculo, la filosofía en ironía. Y Nietzsche, en el corazón de ese colapso, deviene en payaso sin propósito. No por error, sino por fidelidad extrema a su propia lógica.

Parte IV: El fracaso de la afirmación y la caída del ilusionista

Nietzsche quiso afirmar la vida. Quiso transformar el nihilismo en potencia creadora, en estilo, en danza. Quiso que el pensamiento, liberado de la verdad, se convirtiera en arte. Que el sujeto, liberado del deber, se convirtiera en gesto. Que el mundo, liberado del sentido, se convirtiera en escenario. Pero esa afirmación —como todo en su obra— se devora a sí misma.

La voluntad de poder no afirma nada: interpreta. Y toda interpretación, en la lógica nietzscheana, es ficción sin garantía. El eterno retorno no redime nada: repite. Y toda repetición, en el juego del sentido, es ilusión sin fondo. El superhombre no crea valores: los representa como máscaras, como figuras que se disuelven en el mismo vacío que las genera.

Nietzsche no escapa al colapso que diagnostica. Lo encarna. Lo intensifica. Lo convierte en estilo. Pero ese estilo —esa afirmación estética— no puede sostenerse. Porque si todo es interpretación, y toda interpretación es ilusión, entonces no hay afirmación posible. No hay creación posible. No hay devenir posible. Solo queda el juego. Y ese juego, en su forma más radical, no afirma nada, no niega nada, no sostiene nada.

Nietzsche, el ilusionista, deviene en payaso sin propósito. No por error, sino por fidelidad extrema a su propia lógica. Su pensamiento, llevado hasta el extremo, no deja nada intacto, ni siquiera sus propias herramientas. No hay redención estética. No hay afirmación vital. No hay salida. Solo queda la mueca del pensamiento que se sabe ilusión, y que sigue actuando porque no puede dejar de hacerlo.

Este es el colapso final: el fracaso de la afirmación, no como error, sino como destino. El pensamiento que quiso liberarse de la verdad, del ser, del deber, del sujeto… termina disolviéndose en su propia lucidez. Y en ese gesto, Nietzsche se convierte en la figura más trágica de la filosofía moderna: no el redentor, sino el bufón lúcido. No el arquitecto de nuevos valores, sino el testigo del derrumbe.

Parte V: La farsa sin autor y el estilo como último gesto

Cuando todo se ha disuelto —la verdad, el ser, el devenir, la voluntad, incluso la nada— lo único que queda es la escena vacía. No hay Dios, no hay sujeto, no hay mundo. Solo queda el teatro sin dramaturgo, la representación sin guion, el gesto sin propósito. El cosmos, en esta lógica, no es un orden ni un caos: es una farsa sin autor.

Nietzsche, que quiso hacer del pensamiento una danza, termina bailando solo sobre un escenario que él mismo ha vaciado. Su filosofía, que comenzó como crítica, se convirtió en estilo. Y ese estilo —aforístico, incendiario, poético— es lo único que queda cuando todo contenido se ha disuelto. El estilo como último gesto. El pensamiento como máscara. La filosofía como performance sin público.

Este es el punto final del colapso: cuando incluso la crítica se vuelve forma vacía, y el pensamiento ya no busca verdad, ni redención, ni siquiera destrucción. Solo queda el gesto. El movimiento. La mueca. Nietzsche no es el arquitecto de nuevos valores: es el bufón lúcido que sigue actuando porque no puede dejar de hacerlo.

Y sin embargo, en ese gesto hay algo que no se deja borrar. No porque afirme, sino porque expone la imposibilidad de afirmar. No porque redima, sino porque muestra que no hay redención posible. No porque construya, sino porque revela que ya no hay nada que construir.

El pensamiento nietzscheano, llevado hasta sus últimas consecuencias, no deja nada en pie. Ni verdad, ni ilusión, ni nada. Y en ese vacío, lo único que queda es el estilo de quien ha mirado el abismo y ha nombrado su silencio. No como consuelo, ni como esperanza, sino como último gesto de lucidez.

Conclusión

Nietzsche no fue el arquitecto de una nueva afirmación, sino el médium de una disolución sin retorno. Su pensamiento, celebrado por muchos como una vía de liberación, es en realidad la forma más refinada del colapso moderno. No hay en él redención, ni estética, ni vital, ni filosófica. Solo hay el eco de una civilización que ha perdido toda fe en sus ficciones, y que ya no puede sostener ni siquiera la ilusión de sentido.

El eterno retorno, la voluntad de poder, el superhombre: todos ellos son máscaras que se deshacen en el mismo vacío que intentan ocultar. No hay afirmación posible, porque toda afirmación se autodevora. No hay devenir, porque el flujo mismo es ilusión. No hay nada, porque incluso la nada se vuelve figura. Y en ese teatro sin guion, Nietzsche —el ilusionista— deviene en payaso sin propósito, repitiendo gestos que ya no significan nada, pero que no puede dejar de hacer.

Este no es un pensamiento que libere: es un pensamiento que expone la imposibilidad de liberarse. No hay afuera del juego, porque el juego es todo. Y todo es ilusión. Incluso el gesto de desenmascarar es ya una máscara más. Nietzsche no escapa al nihilismo: lo consuma, lo encarna, lo estiliza. Y en ese gesto final, su filosofía no deja nada en pie, ni siquiera a sí misma.

Lo que queda es el estilo. El último gesto. La mueca del pensamiento que se sabe vacío. Y ese vacío —ese abismo sin fondo— no es una promesa, ni una amenaza, ni una esperanza. Es el fin. No como catástrofe, sino como forma. No como tragedia, sino como farsa sin autor. 

Los entusiastas de Nietzsche no han querido ver esto. Han celebrado su estilo, han enaltecido su retórica, han repetido sus gestos como si fueran afirmaciones. Pero han retrocedido —sistemáticamente— ante el desafío de extraer las conclusiones últimas de su pensamiento. Han preferido la máscara del profeta antes que enfrentar el vacío que esa máscara encubre. Han convertido su filosofía en culto, cuando lo que exige es vértigo.

Los exégetas de Nietzsche —Jaspers, Heidegger, Deleuze, Foucault, Derrida, Bataille, Klossowski, Kauffman, Safranski, Kofman, Vattimo, Luc Ferri, Reginster, Volpi, Losurdo, incluidos— han fracasado en enfrentar el vértigo que su pensamiento exige. Han interpretado, sistematizado, reordenado, pero no han descendido hasta el núcleo corrosivo de su lógica. 

Jaspers lo convierte en figura existencial, en testimonio de una lucha interior, en símbolo del límite humano. Lo interpreta como pensador de la trascendencia, como conciencia desgarrada que apunta más allá de misma. Pero en ese gesto, lo psicologiza, lo moraliza, lo convierte en drama humano. Jaspers quiere salvar a Nietzsche del nihilismo llevándolo al terreno de la comunicación existencial, del “abrazo trágico” con la verdad. Pero Nietzsche no comunica: descompone. No busca trascendencia: devora toda posibilidad de ella. Jaspers lo humaniza, cuando Nietzsche exige ser llevado hasta el punto donde ya no queda sujeto, ni drama, ni sentido.

Heidegger lo reabsorbe en la historia del ser, lo domestica en la metafísica, lo convierte en antesala de su propio proyecto ontológico. Pero Nietzsche no es antesala de nada: es colapso. 

Otros lo han convertido en psicólogo, en poeta, en precursor del posmodernismo, en estilista de la sospecha. Pero todos ellos —con matices y elegancia— han retrocedido ante el desafío de extraer las conclusiones últimas: que no hay afirmación posible, que toda interpretación se autodevora, que incluso la nada es figura. Han preferido el Nietzsche útil, el Nietzsche brillante, el Nietzsche citable. Pero han evitado el Nietzsche terminal, el Nietzsche que no deja nada en pie, ni siquiera a sí mismo y contra sí mismo.

Deleuze lo estiliza como afirmación del devenir, como multiplicidad sin centro, como máquina deseante. Pero en ese gesto, lo convierte en sistema, en potencia, en afirmación. Deleuze celebra el juego, pero no enfrenta su insostenibilidad. El Nietzsche que devora sus propias ficciones queda fuera de escena.

Foucault lo instrumentaliza como genealogista del poder, como analista de las prácticas discursivas. Lo convierte en herramienta crítica, en método. Pero Nietzsche no es método: es implosión. Foucault evita el abismo ontológico y lo reduce a operador estratégico.

Derrida lo vincula con la diseminación, con la escritura, con la deconstrucción. Lo convierte en precursor de la diferencia infinita. Pero en ese gesto, lo textualiza, lo diluye, lo convierte en juego sin vértigo. Derrida esquiva el colapso lógico que Nietzsche exige.

Klossowski se acerca al núcleo febril de Nietzsche: el cuerpo, el simulacro, la repetición. Pero incluso él, que roza el vértigo, lo estetiza. Lo convierte en figura, en estilo, en experiencia. El colapso total —la disolución de toda forma— queda suspendido.

Bataille lo lee como exceso, como experiencia límite, como transgresión. Lo potencia como gesto trágico. Pero lo convierte en rito, en mística, en éxtasis. Nietzsche no es éxtasis: es descomposición. Bataille lo celebra, pero no lo desarma.

Kaufmann lo moraliza. Lo convierte en humanista, en pensador liberal, en crítico cultural. Lo suaviza, lo ordena, lo hace accesible. Pero Nietzsche no es accesible: es vértigo. Kaufmann lo convierte en guía, cuando lo que exige es caída.

Vattimo lo convierte en aliado del pensamiento débil, en figura posmoderna, en hermeneuta de la disolución. Pero lo convierte en programa, en horizonte, en posibilidad. Nietzsche no ofrece posibilidad: ofrece colapso. Vattimo lo interpreta, pero no lo habita.

Safranski lo biografía con precisión, lo presenta con claridad. Pero no desciende al núcleo corrosivo. Lo narra, lo contextualiza, lo explica. Pero Nietzsche no se explica: se descompone. Safranski lo ilumina, pero no lo incendia.

Losurdo lo acusa de elitismo, de reaccionario, de protofascista. Lo convierte en enemigo ideológico. Pero Nietzsche no es ideología: es implosión. Losurdo lo combate, pero no lo comprende. Lo reduce a posición, cuando lo que exige es vértigo.

Reginster, Kofman, Volpi, Ferry… todos ellos, con matices y elegancia, han preferido el Nietzsche útil, el Nietzsche brillante, el Nietzsche citable. Pero han evitado el Nietzsche terminal, el Nietzsche que no deja nada en pie, ni siquiera a sí mismo.

En este ensayo se sostiene que Nietzsche representa el colapso de la interpretación misma. No porque niegue el sentido, sino porque lo lleva hasta el punto donde toda forma de sentido se vuelve insostenible. Si no hay hechos, sino solo interpretaciones, y si toda interpretación es ficción sin garantía, entonces no hay suelo posible para sostener ningún valor, ninguna afirmación, ninguna creación. La interpretación, en Nietzsche, no revela ni construye: se autodevora.

La voluntad de poder no afirma desde una posición: es la multiplicación infinita de posiciones sin sujeto. El eterno retorno no redime el tiempo: lo repite sin sentido. El superhombre no crea valores: los representa como gestos que se disuelven en el vacío. En Nietzsche, la interpretación no es apertura, ni método, ni herramienta: es vértigo sin fondo. Por eso su pensamiento no solo colapsa como sistema, sino que arrastra consigo la posibilidad misma de interpretar. No hay afuera del juego, porque el juego es todo. Y todo es ilusión. Incluso la nada, en su lógica, se vuelve figura. .

Frente a sus exégetas —Heidegger, Deleuze, Foucault, Jaspers y tantos otros— que lo han domesticado, estetizado, instrumentalizado o moralizado, este ensayo extrae las conclusiones últimas que todos ellos han evitado. Se rechaza el Nietzsche útil, brillante, citable, y se revela al Nietzsche terminal, al que no deja nada en pie, ni siquiera a sí mismo.

Nietzsche no es el futuro de la filosofía. Es su epitafio.

Bibliografía

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Chiappo, Leopoldo. Nietzsche: Dominación y liberación. Biblioteca Abraham Valdelomar, Lima, 2004 

Derrida, Jacques. Espuelas: Los estilos de Nietzsche. Traducción de Cristina de Peretti, Editorial Trotta, 1995 

Deleuze, Gilles. Nietzsche y la filosofía. Traducción de José Luis Pardo, Anagrama, 1985 

Ferry, Luc. Homo aestheticus: La invención del gusto en la época democrática. Traducción de Horacio Pons, Ediciones Península, 1990 

Flores Quelopana, Gustavo. Nietzsche y la metafísica de lo inmanente. Edición del autor, Lima, 2023 

Foucault, Michel. Microfísica del poder. Edición de Daniel Defert y François Ewald, traducción de Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría, La Piqueta, 1979 

Heidegger, Martin. Nietzsche. Traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte, Ediciones Sígueme, 2000 

Jaspers, Karl. Nietzsche: Introducción a la comprensión de su filosofía. Traducción de José Gaos, Fondo de Cultura Económica, 1950 

Kaufmann, Walter. Nietzsche: Filósofo, psicólogo, anticristo. Traducción de Carlos Manzano, Ediciones Valdemar, 1999 

Klossowski, Pierre. Nietzsche y el círculo vicioso. Traducción de José Vázquez Pérez, Pre-Textos, 2000 

Kofman, Sarah. Nietzsche y la metáfora. Traducción de José Vázquez Pérez, Pre-Textos, 1993 

Losurdo, Domenico. Nietzsche, el rebelde aristocrático: Biografía intelectual y balance crítico. Traducción de Horacio Pons, Ediciones Trotta, 2007 

Reginster, Bernard. The Affirmation of Life: Nietzsche on Overcoming Nihilism (La afirmación de la vida: Nietzsche y la superación del nihilismo). Harvard University Press, 2006 

Russo Delgado, José. Nietzsche, la moral y la vida. Biblioteca Abraham Valdelomar, Lima, 2024 

Safranski, Rüdiger. Nietzsche: Biografía de su pensamiento. Traducción de Raúl Gabás, Tusquets Editores, 2001 

Scheler, Max. El resentimiento en la moral. Traducción de José Gaos, Revista de Occidente, 1961 

Vattimo, Gianni. La aventura de la diferencia: Pensar después de Nietzsche y Heidegger. Traducción de Manuel Arranz, Paidós, 1990 

Volpi, Franco. El nihilismo. Traducción de Carlos Fortea, Ediciones Península, 2007

lunes, 27 de octubre de 2025

Reseña crítica de Amanece en Arica

 

Reseña crítica de Amanece en Arica (Ed. Espejos Invisibles, Lima, 2025) de Alfredo Gildemeister Ruiz Huidobro

Amanece en Arica es una novela histórica que recrea los días previos a la Batalla de Arica, uno de los episodios más emblemáticos de la Guerra del Pacífico. Narrada desde la perspectiva de un joven abogado limeño que acompaña a los defensores peruanos, la obra se propone rendir homenaje a figuras como Francisco Bolognesi, Alfonso Ugarte y Roque Sáenz Peña, exaltando su sacrificio como expresión máxima del deber patriótico.

A pesar de su rigurosidad en la reconstrucción de hechos y escenarios, la novela simplifica la complejidad de los factores políticos, diplomáticos y estratégicos que llevaron al conflicto. No profundiza en las fallas del gobierno peruano y boliviano, ni en la colusión de intereses británicos con Chile, especialmente en torno al salitre. Esta omisión limita la comprensión del contexto geopolítico que rodeó la batalla y reduce el conflicto a una narrativa de invasión y resistencia.

La trama se centra en el drama humano y la gesta heroica de los defensores del Morro de Arica, sin abrir espacio para el debate estratégico. Alfredo Gildemeister Ruiz Huidobro no plantea que lo mejor hubiera sido rendirse o retirarse; al contrario, la novela exalta la decisión de resistir como un acto de honor, sin matices ni cuestionamientos. El autor no enriquece el diálogo de los protagonistas con discusiones sobre alternativas tácticas, dilemas morales o contradicciones internas. Esta elección narrativa, aunque coherente con el tono patriótico, le resta profundidad psicológica a los personajes, que aparecen como héroes unidimensionales, sin evolución emocional ni conflicto interior.

Aflora un maniqueísmo evidente al presentar a los peruanos como héroes absolutos y a los chilenos como villanos, sin explorar la humanidad del adversario ni los matices éticos del enfrentamiento. En la realidad, como en toda guerra, no hay buenos ni malos absolutos, y la literatura histórica gana fuerza cuando se atreve a mostrar esa ambigüedad. La ausencia de introspección y de voces disonantes dentro del propio bando peruano empobrece la dimensión dramática de la obra.

Narrada en forma lineal, sin saltos temporales ni rupturas formales, la novela adopta un estilo clásico, accesible y solemne. El lenguaje es directo, cargado de emoción y patriotismo, lo que refuerza su intención conmemorativa. Sin embargo, esta estructura convencional limita la posibilidad de explorar capas más profundas del conflicto, como la memoria, el trauma o la crítica histórica.

En suma, Amanece en Arica es una novela emocional y patriótica, sin profundidad académica ni introspectiva. Su fin es homenajear a los defensores de Arica, y en ese propósito cumple con eficacia. Pero como obra literaria, deja de lado la complejidad humana, política y ética que podría haberla convertido en una exploración más rica del alma nacional.

Ricardo Palma y la Filosofía: Imaginación, Tradición y Utopía Moral

 


Ricardo Palma y la Filosofía: Imaginación, Tradición y Utopía Moral

Gustavo Flores Quelopana Past-President de la Sociedad Peruana de Filosofía

I. Introducción: ¿Puede un literato ser filósofo?

La pregunta que abre este ensayo —“¿De cuándo acá ha de ser el autor de un libro el que mejor lo entienda?”— no solo es provocadora, sino que plantea una inquietud epistemológica: ¿quién tiene la autoridad para interpretar una obra? En el caso de Ricardo Palma, esta pregunta cobra especial relevancia, pues su obra más célebre, Tradiciones Peruanas, ha sido leída principalmente como literatura costumbrista, humorística o histórica, pero rara vez como una expresión filosófica.

Sin embargo, existe una larga tradición de escritores que han sido también pensadores profundos. Desde los trágicos griegos como Esquilo y Sófocles, hasta figuras modernas como Goethe, Thomas Mann, Hermann Hesse o César Vallejo, la literatura ha servido como vehículo para explorar las grandes preguntas de la existencia, la moral, el tiempo, la historia y el alma humana. En ese linaje se inscribe Ricardo Palma, aunque de forma menos reconocida.

La filosofía no siempre se expresa en tratados sistemáticos ni en lenguaje técnico. A menudo se manifiesta en intuiciones, metáforas, narraciones y símbolos. Palma, con su estilo picaresco y su aguda ironía, construye una visión del Perú que no solo entretiene, sino que interpela. Su crítica al presente desde el pasado virreinal, su preocupación por la ética pública, su rechazo al positivismo y su concepción dinámica de la tradición revelan una filosofía implícita que merece ser desentrañada.

Además, el contexto histórico en el que escribe Palma —la consolidación de la República peruana en el siglo XIX, marcada por el caos político, el centralismo limeño y la exclusión del mundo indígena— le otorga a su obra una dimensión crítica. Aunque su mirada es criolla y limitada en alcance social, su idealismo moral y su apuesta por una identidad nacional basada en valores éticos lo convierten en un pensador que sueña con un Perú mejor.

Este ensayo propone, entonces, leer a Ricardo Palma no solo como el gran tradicionista, sino como un filósofo de la imaginación moral. A través de sus relatos, Palma nos ofrece una visión del mundo que combina historia, ética, estética y utopía. Y como todo filósofo auténtico, su obra no envejece: rejuvenece con cada lectura, porque toca las fibras más profundas del alma peruana.

II. Tesis: Ricardo Palma como filósofo de la imaginación moral

La obra de Ricardo Palma, especialmente sus Tradiciones Peruanas, ha sido celebrada por su ingenio narrativo, su humor criollo y su valor documental sobre el Perú virreinal y republicano. Sin embargo, más allá de su dimensión literaria, Palma construye una visión del mundo que puede ser leída como una filosofía implícita: una filosofía que no se expresa en conceptos abstractos, sino en imágenes, intuiciones y relatos.

Este ensayo sostiene que Ricardo Palma encarna una filosofía nacionalista y moral, articulada a través de la imaginación dinámica y la narración histórica. Su crítica al positivismo, su rechazo al utilitarismo, su preocupación por la ética pública y su concepción fluida de la tradición revelan una postura filosófica que interpela al presente desde el pasado. Palma no propone una filosofía sistemática, sino una filosofía vivida, encarnada en personajes, situaciones y símbolos que reflejan las aspiraciones más profundas del alma peruana.

Esta filosofía palmesca se articula en tres dimensiones fundamentales:

  • La crítica moral al presente, desde una ética idealista.

  • La imaginación dinámica, como potencia creadora de sentido.

  • La concepción revolucionaria de la tradición, como diálogo entre pasado y futuro.

En las siguientes secciones, desarrollaremos cada una de estas dimensiones, mostrando cómo Ricardo Palma, sin pretenderlo explícitamente, se convierte en un filósofo de la imaginación moral y un pensador clave para la reflexión sobre la identidad peruana.

III. Crítica moral al presente desde una ética idealista

Ricardo Palma vivió en una época marcada por el desencanto republicano. El Perú del siglo XIX, tras la independencia, se debatía entre el caos político, el centralismo limeño, la exclusión del mundo indígena y la influencia creciente del positivismo europeo. En ese contexto, Palma se convirtió en un observador agudo de la realidad nacional, y desde sus Tradiciones Peruanas lanzó una crítica moral que, aunque envuelta en humor y picardía, revela una profunda preocupación ética.

Palma no fue un moralista dogmático, pero sí un idealista. Su ética no se basa en normas rígidas, sino en valores universales como la honra, la honestidad, la dignidad y el respeto por la historia. En relatos como Dos excomuniones y El alcalde de Paucarcolla, se lamenta de la pérdida de estos valores en la vida pública. Su crítica no es abstracta: está encarnada en personajes que representan la decadencia moral del Perú republicano.

“¡Qué tiempos aquellos en que la honra valía más que el oro!” — El alcalde de Paucarcolla

Esta frase, aparentemente nostálgica, encierra una crítica directa al materialismo y al utilitarismo que Palma percibe como corrosivos. El positivismo, con su énfasis en la ciencia, el progreso y la utilidad, le parece insuficiente para construir una república ética. En Lida, por ejemplo, cuestiona el triunfo de la razón instrumental sobre los valores espirituales, mostrando que el progreso técnico sin moral es estéril.

Palma no propone una ética religiosa ni secularista. Aunque anticatólico, no se aparta de los valores permanentes que trascienden credos. Su mirada es humanista, idealista, platónica: cree en la existencia de esencias morales que deben guiar la vida pública. En este sentido, su filosofía se opone tanto al relativismo como al pragmatismo político.

Además, su crítica moral está vinculada a su visión del Perú criollo. Palma desconfiaba del indio y desconocía el Perú profundo, lo que limita su alcance ético. Sin embargo, su idealismo republicano —aunque elitista— busca una regeneración moral del país. Sueña con un Perú desinfectado de taras y corruptelas, donde la tradición no sea un peso muerto, sino una fuente de valores vivos.

En resumen, la crítica moral de Palma se articula como una ética idealista que se opone al positivismo, al utilitarismo y al materialismo. Su literatura no solo entretiene: interpela, denuncia y propone. Y en esa propuesta ética está el germen de una filosofía nacional que aún tiene mucho que decir.

IV. Imaginación dinámica como potencia creadora de sentido

La imaginación en Ricardo Palma no es mero ornamento literario ni recurso estético: es el núcleo generador de sentido en su obra. A esto lo denomino “imaginación dinámica”, aquella facultad humana que sueña en imágenes, no en conceptos, y que permite a la razón elevarse hacia lo espiritual. En Palma, esta imaginación se convierte en una herramienta filosófica que articula historia, intuición y utopía.

A diferencia de la imaginación reproductiva —que copia lo real— o la imaginación técnica —que proyecta soluciones prácticas—, la imaginación dinámica es creadora, simbólica, reveladora. Es la que opera en los sueños, en la poesía, en el mito. Palma la utiliza para animar el pasado virreinal y proyectar desde él una crítica al presente. Sus tradiciones no son reconstrucciones arqueológicas, sino ficciones vivas que interpelan la realidad contemporánea.

Por ejemplo, en La camisa de Margarita, Palma transforma una anécdota trivial en una metáfora del orgullo limeño, la honra familiar y el absurdo social. La historia se vuelve símbolo, y el símbolo, imagen del alma criolla. Esta operación imaginativa no busca documentar, sino revelar. En otras palabras, “Palma sueña con un otro presente desde el pasado virreinal”.

La imaginación dinámica también permite a Palma doblar el tiempo. Sus relatos no siguen una cronología lineal, sino que conectan épocas, personajes y valores en una fluencia simbólica. El pasado no está muerto: es potencia viva que dialoga con el presente. Esta concepción temporal —más cercana a la mitología que a la historiografía— revela una filosofía del tiempo como interacción, no como compartimiento estanco.

Además, Palma entiende que la imagen precede al concepto. En su obra, la imagen es ontogenética: nace antes que la representación racional. Por eso, su filosofía no se expresa en definiciones, sino en escenas, gestos, diálogos y símbolos. La poesía es “metafísica de la palabra”, y Palma la practica desde la prosa narrativa.

Esta imaginación dinámica tiene también una dimensión ética. Al soñar con un Perú desinfectado de taras y corruptelas, Palma no propone un programa político, sino una utopía moral. Sus intuiciones reveladoras —más que razonamientos— apuntan a una regeneración espiritual. En este sentido, su imaginación no es evasiva, sino crítica; no es nostálgica, sino transformadora.

En resumen, la imaginación dinámica en Ricardo Palma es una potencia filosófica que crea sentido, anima el pasado, critica el presente y sueña con un futuro ético. Es la facultad que le permite hacer visible lo invisible, y convertir la literatura en filosofía viva.

V. Concepción revolucionaria de la tradición como diálogo entre pasado y futuro

Uno de los aportes filosóficos más originales de Ricardo Palma es su manera de entender la tradición. Lejos de concebirla como un conjunto de costumbres fijas o un archivo muerto del pasado, Palma la transforma en una herramienta crítica, viva y en constante diálogo con el presente. Esta visión lo sitúa dentro de lo que se denomina la semiótica tradicionista, en contraposición a la semiótica tradicionalista.

La diferencia entre ambas no es menor: mientras la semiótica tradicionalista concibe el tiempo como una secuencia de compartimientos separados —pasado, presente y futuro como esferas absolutas—, la semiótica tradicionista lo entiende como una fluencia, una corriente en la que el pasado se proyecta hacia el presente con una visión de futuro. En este marco, la tradición no es un monumento intocable, sino una fuente de sentido que puede y debe ser reinterpretada.

Palma encarna esta actitud revolucionaria. Sus Tradiciones Peruanas no son ejercicios de nostalgia ni intentos de restauración conservadora. Por el contrario, son intervenciones críticas que utilizan el pasado virreinal como espejo para cuestionar las taras del Perú republicano. En relatos como El alacrán de Fray Gómez o La boleta de soldado, el autor revela las contradicciones morales, políticas y sociales de su tiempo, valiéndose de anécdotas históricas para iluminar las sombras del presente.

Esta operación implica una concepción activa de la historia. Para Palma, el pasado no es un depósito de verdades eternas, sino un campo de batalla simbólico desde el cual se puede construir una identidad nacional más ética y coherente. Su tradición es, por tanto, presente-vivo, no presente-muerto. Está abierto al diálogo, al cambio, a la resignificación.

Este enfoque lo diferencia de los tradicionalistas que ven en la historia una herencia sagrada e inmutable. Palma, en cambio, reconoce que toda tradición es una construcción cultural, y como tal, puede ser reinterpretada. Su literatura es una forma de semiosis: un proceso de producción de sentido que articula pasado y presente en función de un ideal moral.

En este sentido, Palma no solo es un narrador del pasado, sino un filósofo de la historia. Su obra plantea una pregunta fundamental: ¿para qué sirve la tradición? Y su respuesta es clara: para transformar el presente. Esta actitud lo convierte en un pensador moderno, incluso subversivo, que utiliza la memoria no para conservar, sino para renovar.

VI. Conclusión: Palma, filósofo de la imaginación moral

Ricardo Palma, el gran tradicionista peruano, no escribió tratados filosóficos ni se proclamó pensador. Sin embargo, su obra encierra una filosofía implícita que merece ser reconocida y estudiada. A través de sus Tradiciones Peruanas, Palma articula una crítica moral al presente desde una ética idealista, moviliza una imaginación dinámica como potencia creadora de sentido, y propone una concepción revolucionaria de la tradición como diálogo entre pasado y futuro.

Su rechazo al positivismo, al utilitarismo y al materialismo no se expresa en términos doctrinarios, sino en intuiciones narrativas que revelan una profunda preocupación por la desinfección moral de la república. Su imaginación, lejos de ser evasiva, es crítica y transformadora. Y su visión de la tradición, lejos de ser conservadora, es dinámica, abierta y viva.

Palma nos enseña que la filosofía no siempre se encuentra en los tratados, sino también en los relatos. Que la imaginación puede ser una forma de pensamiento profundo. Y que la tradición, bien entendida, puede ser una herramienta para construir un futuro ético. Por eso, su obra no envejece: rejuvenece con cada lectura, porque toca las fibras más hondas del alma peruana.

En tiempos de crisis moral y de desconexión histórica, volver a Palma es volver a pensar el Perú. No como un país atrapado en sus taras, sino como una nación capaz de soñar, imaginar y transformar. Su legado filosófico —aunque no siempre reconocido— es una invitación a mirar el pasado con ojos críticos, el presente con responsabilidad y el futuro con esperanza.

Bibliografía

  • Palma, Ricardo. Tradiciones Peruanas. Edición crítica de Oswaldo Holguín Callo, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2005. 

  • Palma, Ricardo. Pasionarias. El Havre: Tipografía Alfonso Lemale, 1870.

  • Palma, Ricardo. Ropa Apolillada. Lima: Imprenta y Librería del Universo de Carlos Prince, 1891.

  • Kant, Immanuel. Crítica del juicio. Traducción de Manuel García Morente, Editorial Losada, 2004.

  • Holguín Callo, Oswaldo. “Bibliografía de Ricardo Palma.” Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Pontificia Universidad Católica del Perú – Academia Nacional de la Historia del Perú, 2005.

EL AGOTAMIENTO ARTÍSTICO DEL SUJETO HISTÓRICO BURGUÉS

 


EL AGOTAMIENTO ARTÍSTICO DEL SUJETO HISTÓRICO BURGUÉS

Una genealogía estética desde la música culta hasta la cultura zombi

I. Introducción: música como síntoma histórico

La música no es solo arte: es síntoma, expresión sensible de las tensiones, esperanzas y contradicciones de una época. A través de ella, se puede leer la historia de las clases sociales, sus proyectos, sus crisis y sus mutaciones. En este ensayo se propone una lectura histórico-dialéctica de la música, entendida como reflejo del sujeto histórico burgués, desde su fase revolucionaria hasta su decadencia posmoderna. Se abordará el surgimiento de la música culta como expresión de la burguesía ilustrada, el fracaso de los intentos totalitarios de crear una música proletaria, el esplendor melódico del capitalismo de bienestar, y finalmente, el colapso estético del capitalismo tardío, donde la música se convierte en descarga compulsiva de una sociedad zombi.

II. La música culta como expresión revolucionaria de la burguesía

Durante los siglos XVIII y XIX, la burguesía emergente se convierte en sujeto histórico revolucionario. Su lucha contra el absolutismo y el feudalismo se expresa no solo en la política, sino también en el arte. La música culta —especialmente la sinfónica— se convierte en vehículo de emancipación, en símbolo de la razón ilustrada y del espíritu romántico.

Beethoven encarna esta tensión: su música es heroica, dialéctica, cargada de conflicto y resolución. La Quinta Sinfonía no es solo música: es historia en sonidoLa forma sonata, la sinfonía, el lied, el cuarteto de cuerdas: todas son estructuras que reflejan el ideal burgués de unidad orgánica, desarrollo temático, progreso formal.

En esta etapa, la melodía, la armonía y el ritmo están integrados en una totalidad estética que refleja el proyecto ilustrado: razón, libertad, belleza.

III. El fracaso de los totalitarismos en crear una música proletaria

Con el siglo XX llegan los intentos de construir una música popular proletaria desde los regímenes totalitarios. Tanto el nazismo como el estalinismo intentan manipular el arte para convertirlo en instrumento del partido, pero fracasan en crear una estética auténtica.

En la URSS, el realismo socialista impone una música funcional, heroica, pero vacía de conflicto real. Compositores como Shostakovich viven bajo censura, y la música se convierte en propaganda, no en expresión. En el nazismo, se promueve una música nacionalista, épica, pero profundamente reaccionaria. Se persigue el jazz, la música moderna, y se impone una estética de pureza racial.

Ambos sistemas fracasan porque el arte no puede ser impuesto desde arriba. La música popular proletaria no nace de decretos, sino de la experiencia viva de las clases trabajadoras. Lo que emerge en cambio es una estética manipulada, sin alma, sin historia, sin autenticidad.

IV. El esplendor melódico del capitalismo de bienestar (1950–1970)

Tras la brutalidad de la Primera y Segunda Guerra Mundial, en muchos países occidentales se instala el capitalismo de bienestar. La pequeña burguesía vive una época de estabilidad, seguridad social y expansión cultural. En este contexto, la música popular alcanza una profundidad melódica y sentimental que conmueve el alma.

The Beatles, Simon & Garfunkel, The Carpenters, Bee Gees, Chicago, Bread, America, The Moody Blues: todos estos grupos crean baladas que vibran con ternura, melancolía, amor, esperanza. La melodía es rica, la armonía sofisticada, el ritmo acompaña sin dominar. Las letras son poéticas, íntimas, existenciales.

Esta música no es solo entretenimiento: es expresión sensible de una clase que aún cree en el futuro, que aún busca belleza, sentido y comunidad.

V. Capitalismo tardío y el colapso estético

Con la llegada del capitalismo global neoliberal, todo cambia. La música popular es fagocitada por la lógica del mercado, y la estética se empobrece. La repetición sustituye a la innovación: loops, beats, fórmulas virales. La melodía se desvanece, la armonía se simplifica, el ritmo se vuelve maquínico. La letra se empobrece, se vuelve funcional, hedonista, sin narrativa.

El oyente ya no se conmueve: se sacude. La música se convierte en descarga compulsiva, en estímulo sin alma. El cuerpo se mueve, pero el espíritu no vibra. Es la música de una sociedad cosificada, adictiva, zombi.

VI. Lumpenización estética y la música como simulacro

En el capitalismo tardío, la música popular no solo se empobrece: se lumpeniza. Este término, tomado de la crítica marxista, no se refiere aquí a lo marginal en sentido social, sino a una pérdida de proyecto histórico, de densidad simbólica, de horizonte estético. La música deja de ser expresión de una clase con ideales para convertirse en ruido funcional, en simulacro de arte.

La lumpenización se manifiesta en la desarticulación entre melodía, armonía y ritmo: ya no hay desarrollo temático, ni tensión formal, ni resolución emocional. El ritmo se impone como pulsión maquínica, repetitiva, uniforme, sin respiración ni variación. La melodía se reduce a frases cortas, meméticas, o desaparece por completo. La armonía se convierte en fondo decorativo, sin función estructural.

Esta música no busca conmover ni narrar: busca estimular, enganchar, viralizar. Es el sonido de una cultura que ha perdido el alma, pero que aún sacude el cuerpo.

VII. El cuerpo sin alma: danza posmoderna y estética zombi

La transformación musical se refleja también en la danza. Lo que antes era ritual colectivo, expresión simbólica del deseo, del duelo, de la comunión, se convierte en coreografía compulsiva, en sacudimiento sin sentido.

En las culturas tradicionales, el baile era forma de conexión con la naturaleza, con el otro, con lo sagradoEn la posmodernidad, el baile se vuelve hipersexualizado, brutal, repetitivo, diseñado para impactar, no para expresar. El cuerpo se mueve, pero no siente. La danza ya no es ceremonia, sino algoritmo de gestos.

Esta estética zombi —donde el cuerpo se agita pero el alma no vibra— es reflejo de una subjetividad cosificada, atrapada en el consumo, la imagen y la adicción.

VIII. La desnaturalización del sujeto urbano

La música posmoderna se corresponde con un sujeto que ha perdido el contacto con la naturaleza. Nacido y criado en la megalópolis, rodeado de concreto, pantallas y ruido, este sujeto ya no conoce el canto de los pájaros, el rumor de las cascadas, el silencio del bosque. Su mundo se ha desnaturalizado, y con ello, él mismo se ha deshumanizadoLa música que escucha no emana del entorno, sino de máquinas, algoritmos, softwareEl ritmo ya no imita el latido del corazón ni el fluir del río, sino el golpeteo de la fábrica, el loop del sistema.

La música se convierte en eco de una existencia artificial, donde el arte ya no conecta con lo vivo, sino que reproduce lo muerto.

IX. La generación Z: humanidad en entredicho

La generación Z no ha dejado de ser biológicamente humana, pero su condición espiritual está en entredicho. Rodeada por un mundo hiperconsumista, acelerado y desespiritualizado, esta generación vive en una crisis de sentido, donde la música, el arte y la cultura ya no ofrecen refugio ni horizonte.

Su sensibilidad está mediada por pantallas, redes, algoritmos. La música que consume es descarga compulsiva, no experiencia estética. El arte ya no eleva ni transforma: acompaña la caída silenciosa de una civilización sin alma.

Y sin embargo, hay esperanza. Porque lo que Dios ha puesto en el hombre no lo quita ni la maldad más refinada. La chispa divina —la capacidad de amar, de crear, de buscar lo eterno— resiste incluso en los entornos más hostiles.

X. El canto perdido

La música posmoderna es el estertor de cisne de la modernidad finisecular. Es el canto final de un sujeto histórico que ha perdido su proyecto, su alma, su vínculo con la naturaleza y con lo trascendente. En ella ya no hay melodía que conmueva ni armonía que eleve: solo ritmo maquínico, repetición compulsiva, letras fragmentadas y cuerpos sacudiéndose sin alma. Es el sonido de una civilización que ha olvidado cómo escuchar.

En este paisaje, la figura de John Travolta emerge como símbolo de transición. En Saturday Night Fever (1977), Travolta encarna al joven de clase trabajadora que encuentra en la pista de baile un espacio de expresión emocional, identidad y escape. La música disco que lo acompaña —aún melódica, aún armónica, aún cargada de deseo— permite una danza que, aunque estilizada y urbana, conserva una dimensión ritual. Travolta no solo baila: interpreta, seduce, sufre, busca. Su cuerpo está en movimiento, pero su mirada aún tiene profundidad. Él representa el último bailarín melódico antes de la llegada del beat maquínico, del reguetón compulsivo, del algoritmo coreográfico. Su figura marca el paso de la danza como expresión del alma urbana a la danza como descarga corporal en la era del simulacro. En sus apariciones posteriores, Travolta se convierte en símbolo nostálgico de una época donde el cuerpo aún bailaba con alma.

Pero el verdadero giro hacia lo maquínico se consuma con Michael Jackson. En sus videoclips —especialmente desde Thriller (1982) en adelante— el cuerpo ya no baila como expresión espontánea del alma, sino como máquina perfecta, como coreografía milimétrica, como espectáculo visual diseñado para impactar. Jackson convierte la danza en sistema de gestos codificados, en lenguaje corporal que ya no narra ni vibra, sino que ejecuta. Su música, aunque aún melódica en muchos aspectos, comienza a ceder terreno al ritmo dominante, al beat programado, al sonido digital. En él, el cuerpo se convierte en interface, en superficie de proyección, en objeto estético. Es el momento en que la música popular deja de ser canto del alma para convertirse en coreografía del simulacro.

La alemana Nina Hagen representa la ruptura total con el canon estético burgués. Su voz estridente, su teatralidad punk y su apariencia andrógina no son simple provocación, sino una forma de desfigurar los límites impuestos por la cultura dominante. En ella, el cuerpo ya no busca belleza ni armonía, sino convertirse en grito, en caos, en resistencia. Parece hombre no por imitación, sino porque encarna lo inclasificable: lo que no puede ser domesticado ni convertido en mercancía. Es el estallido simbólico de lo excluido, una figura que desafía tanto el orden burgués como el simulacro posmoderno. Nina Hagen abrió la puerta, pero no estuvo sola. Otras mujeres alemanas como Gudrun Gut, Anja Huwe de Xmal Deutschland, y Nico (Christa Päffgen) encarnaron distintas formas de ruptura estética. Gudrun Gut desfiguró la voz femenina en la electrónica industrial; Anja Huwe convirtió el post-punk en un lamento gótico desde el margen; y Nico, con su canto fúnebre y minimalismo radical, anticipó la estética del vacío. Todas ellas desafiaron la feminidad normativa y el canon burgués, convirtiéndose en cuerpos sonoros que no buscan agradar, sino despertar. Son figuras del exceso, del desgarro, del grito que aún resiste. Nena, con 99 Luftballons, representa el instante fugaz en que el pop alemán logró condensar sensibilidad política y melancolía generacional en una sola canción. Su éxito único se convirtió en símbolo de una juventud atrapada entre la amenaza nuclear y el deseo de paz, dejando un eco que aún resuena como canto aislado en medio del colapso cultural.

Y, sin embargo, en medio del colapso, aún hay gestos de resistencia. Músicos que buscan profundidad, oyentes que anhelan belleza, almas que no se resignan al ruido. En los márgenes, en lo íntimo, en lo híbrido, persiste un canto que no ha sido del todo silenciado.

Paradójicamente, algunos de estos gestos surgen desde el corazón mismo del sistema. El caso de Bad Bunny es emblemático: figura central del mainstream posmoderno, su música encarna la estética del beat dominante, la imagen viral, la lírica fragmentada. Pero en ciertos momentos —como en sus referencias a la identidad puertorriqueña, la crítica a la gentrificación, o su denuncia del colonialismo cultural— emerge una voz que busca algo más que consumo. Aunque su estilo está atravesado por la lógica del mercado, hay en él una tensión entre el simulacro y la autenticidad, entre el ruido y el alma.

Lo mismo ocurre con otros artistas contemporáneos que, desde distintas estéticas, encarnan ese canto perdido. Rosalía, por ejemplo, fusiona flamenco con reguetón y electrónica, a veces con profundidad simbólica, otras con vaciamiento estético. Billie Eilish, con su minimalismo melancólico, da voz al vacío existencial de la generación Z. Frank Ocean explora la intimidad, el deseo y la identidad con una sensibilidad poética que resiste la estandarización. Bon Iver, desde lo independiente, cultiva una sonoridad introspectiva, casi ritual. Sufjan Stevens combina lo espiritual, lo político y lo íntimo en composiciones que aún vibran con alma.

Estos músicos no representan una revolución estética, pero sí una resistencia fragmentaria. Son ecos del alma que se niega a desaparecer del todo. En sus obras, a veces contradictorias, a veces ambiguas, se escucha el murmullo de lo perdido, el susurro de lo que aún puede ser salvado.

Así, el canto perdido no es solo nostalgia: es posibilidad. Es la música que aún puede conmover, aún puede elevar, aún puede recordar que somos más que cuerpos sacudiéndose en la pista del algoritmo. Es la música que, en medio del colapso, aún canta.

XI. La música folklórica y su contaminación por la industria cultural

La música folklórica, en su origen, es expresión viva de comunidades concretas, portadora de memoria, ritual, identidad y resistencia. No nace en los conservatorios ni en los estudios de grabación, sino en los campos, las montañas, los barrios, las celebraciones populares. Es música que narra la vida, que acompaña el trabajo, el duelo, la fiesta, la lucha.

Sin embargo, en el capitalismo tardío, esta música comienza a ser fagocitada por la industria cultural. Se mercantiliza: adaptada a formatos comerciales para festivales, turismo o plataformas digitales. Se estiliza: despojada de su función ritual, política o narrativa para volverse “agradable” o “vendible”. Se fusiona superficialmente: mezclada con géneros globales sin diálogo profundo, perdiendo su raíz. Lo folklórico deja de ser memoria viva para convertirse en mercancía cultural, decorado exótico para el consumo urbano.

Esta contaminación no es solo estética, sino ideológica: borra memorias, luchas y saberes comunitarios. La música folklórica, que antes era resistencia simbólica, se convierte en simulacro de autenticidad.

XII. El contraste entre el arte burgués ilustrado y el arte manipulado por el partido

La burguesía ilustrada, en su fase revolucionaria, promovía un arte que buscaba libertad, belleza, verdad. La música culta del siglo XVIII y XIX —de Mozart a Brahms— era expresión de un sujeto que aún creía en el progreso, en la razón, en la dignidad humana.

En contraste, los regímenes totalitarios del siglo XX intentaron manipular el arte desde el poder: En la URSS, el realismo socialista impuso una estética heroica, funcional, sin conflicto real. La música debía servir al partido, no al alma. En el nazismo, se promovió una música nacionalista, épica, racialmente “pura”, mientras se perseguía el jazz, la música moderna, lo “degenerado”.

Ambos fracasaron en crear una música popular proletaria auténtica. El arte impuesto desde arriba se volvió vacío, mecánico, propagandístico. No nació del pueblo, sino del decreto. No vibró con la historia, sino que la simuló.

XIII. ¿Es posible una estética de resistencia?

En medio del colapso estético del capitalismo tardío, aún hay gestos de resistencia. Músicos, poetas, artistas, oyentes que no se resignan al ruido, que buscan profundidad, belleza, sentido. En los márgenes, surgen expresiones musicales que recuperan la melodía, la poesía, la comunidadEn lo independiente, lo local, lo híbrido, se cultiva una estética que no busca viralidad, sino verdadEn lo íntimo, lo espiritual, lo ritual, se preserva la chispa que ni la maldad más refinada puede extinguirLa música aún puede ser puente, refugio, fuego. Aún puede cantar lo que el algoritmo no entiende.

XIV. Epílogo: el canto que resiste

El sujeto histórico burgués ha agotado su proyecto. Su música, en la posmodernidad, se ha vuelto descarga compulsiva, ritmo maquínico, coreografía zombi. Pero en medio del colapso, aún hay almas que buscan. Aún hay cantos que no se resignan. Aún hay melodías que vibran con lo eterno. Estas líneas no son sólo una crítica: es una invocación. A recuperar el arte como forma de vida, como expresión del alma, como resistencia al ruido. A escuchar el canto perdido. A volver a ser humanos.

Este ensayo se inscribe en una tradición crítica que reconoce en el arte no solo una forma de expresión, sino un campo de lucha simbólica. En este sentido, es imprescindible mencionar a Theodor W. Adorno, quien en Introducción a la sociología de la música y Dialéctica de la Ilustración denunció la transformación de la música en mercancía bajo el capitalismo avanzado. Para Adorno, la industria cultural convierte el arte en producto estandarizado, anulando su capacidad de crítica y de experiencia estética auténtica. Su concepto de regresión de la escucha es clave para entender cómo el oyente moderno ha sido reducido a consumidor pasivo, incapaz de experimentar la música como forma de verdad.

También es pertinente evocar a Walter Benjamin, quien en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica anticipó la pérdida del “aura” en el arte moderno, fenómeno que se ha radicalizado en la era digital. La música posmoderna, reproducida infinitamente, pierde su singularidad, su contexto, su ritual, convirtiéndose en sonido flotante, sin historia ni cuerpo.

Desde otra perspectiva, Fredric Jameson y Mark Fisher han descrito el posmodernismo como la lógica cultural del capitalismo tardío, donde la estética se vuelve simulacro, y el arte ya no representa ni transforma, sino que reproduce la superficie del presente. Fisher, en particular, habla del “realismo capitalista” como bloqueo de la imaginación política, fenómeno que se refleja en la música como imposibilidad de lo nuevo, como repetición infinita de lo mismo.

Este ensayo se articula como fundamento de una propuesta teórica que el autor denomina Estética del Ocaso, entendida como crítica filosófica, histórica y simbólica del agotamiento artístico del sujeto burgués. Esta estética no busca restaurar el pasado ni idealizar lo perdido, sino nombrar el colapso, denunciar el simulacro, y preservar la chispa espiritual que aún resiste en medio del ruido.

La Estética del Ocaso es, por tanto, una forma de pensamiento que reconoce en el arte contemporáneo no solo su decadencia, sino también su posibilidad: la posibilidad de volver a escuchar, de volver a cantar, de volver a ser humanos.

En el siglo XX, especialmente tras el fracaso de los grandes proyectos emancipatorios —la revolución soviética degenerada en burocracia, el fascismo derrotado, pero no extirpado, y la socialdemocracia absorbida por el mercado—, la música popular comenzó a ocupar un lugar supletorio: el de canal simbólico de una revolución política que no llegó.

En ausencia de transformación estructural, la música se convirtió en refugio emocional, en territorio simbólico de resistencia, en simulacro de lo imposibleLas baladas, el rock, el soul, la canción de autor, el folk: todos estos géneros ofrecieron una revolución del alma cuando la revolución del mundo parecía clausurada. Pero con el avance del capitalismo tardío, incluso ese supletorio fue colonizado. La música dejó de ser promesa de redención para convertirse en banda sonora del colapsoAsí, la música popular pasó de ser eco de la revolución ausente a ser ruido de fondo del conformismo global.

Esta transformación no es solo estética: es histórica, política, espiritual. Y por eso, la Estética del Ocaso no es solo una crítica del arte, sino una crítica de la historia misma: de sus promesas incumplidas, de sus sueños traicionados, de sus cantos silenciados.

La música cumple funciones múltiples y contradictorias. Puede despertar, cuando conmueve, cuando revela algo que estaba dormido en el alma, cuando nos conecta con lo profundo, lo verdadero, lo trascendente. Pero también puede adormecer, cuando se convierte en ruido de fondo, en estímulo repetitivo, en acompañamiento anestésico de la vida cotidiana. Y a veces compensa: sustituye lo que falta, consuela lo que no se dio, ofrece una emoción simbólica donde la realidad está vacía. Así, la música puede ser llamada, narcótico o consuelo. No es solo arte: es reflejo espiritual, tecnología afectiva, síntoma histórico. En ella se juega la posibilidad de despertar o de hundirse más profundamente en el simulacro. Por eso, en la Estética del Ocaso, la música no se analiza solo como sonido, sino como forma de vida.